Pensó que lo mejor era morirse.
No sabía cómo formular un plan.
No quería que fuera demasiado sangriento, ni muy superficial.
Algo que, total, a nadie le importaría.
Se castigó y durante tres días no comió nada.
Líquidos, líquidos, líquidos: sopa, agua, soda, más sopa, más agua... y más y más sopa.
Pero eso no fue suficiente y decidió no ver a ninguna persona, encerrarse por largos y oscuros días; pero dió la casualidad de que era el cumpleaños de su hermana y bueno, no tuvo más remedio que ir y hacer monerías.
Él no lo sabía, pero era un tipo muy querido, admirado. A la vista de todos parecía feliz. Sus amigos lo querían y lo extrañaban cuando no lo veían.
Pero era un alma oscura, llena de rencores, egoísmos y envidias.
El día que lo descubrió, no dejó de pensar en su muerte y comenzó a sospechar que, en realidad, toda esa gente lo odiaba, porque seguramente ya todos sabían que no era feliz y que esa mentira que mantenía era solamente para ocultarse de sí mismo.
Pasaron tres días más y decidió tomar más alcohol de lo acostumbrado (y eso no era poco)... así pasaron 7 días y se dió cuenta que nadie muere ni de resaca, ni de borrachera.
Abandonó ese plan y caminó hasta la estación.
Miró las vías con cariño, pero escuchó a una señora decirle a otra que estaba llegando tarde a buscar a su hijo porque el tren estaba demorado y, claro... ¿Cómo va a tirarse en las vías y arruinarle el día a esa señora y, lo que era peor, a su hijito?
Bajó del andén y fue al bar de la esquina.
Una porción de pizza de parado y un chopp.
Se volvió a castigar por ser un mal planeador de muertes. Se dijo inútil, se sintió peor que eso.
Puso en marcha el último plan. Seguir cómo si nada hasta que lo pisara un colectivo.
Y así fue.
Siguió como siempre, nada cambió.
Y siguió pensando que la mejor solución era morirse, sin morirse.
No hay comentarios:
Publicar un comentario