La hija más chica, la última en nacer y la primera en traer un hijo al mundo.
La que nunca nadie había imaginado madre.
Soy esa, la que deseaba ir suelta por la vida.
La que tuvo que escuchar todos los prejuicios de las que no habían sido madres todavía, y ahora escucha los prejuicios de las que ya son madres y refunfuñan en contra de las que, todavía, no lo son.
Tuve que adaptarme. Tuve que hacerme la superada, ser amiga comprensiva.
Por suerte parí lejos.
Ser la primera en parir, no fue malo. Digamos que me ayudó a confiar en mí misma, y, de alguna manera, hacerle un corte de manga a todo el mundo. ¿Vieron? Yo podía -
Pero no alcanzó con eso. También cargué con responsabilidades, con dudas, con angustias que nadie me ayudó a resolver. No pude decir, ni ser escuchada.
Fue difícil darme cuenta de cómo el mundo seguía rodando, a pesar de que yo estaba suspendida entre pañales, siestas y sollozos. Vómitos y libros (miles de libros) sobre maternidad, teta y cuidados neonatales.
Entiendo que un poco me aislé, parece que es normal en las madres primerizas, necesitamos un poco de soledad... pero después, cuando volví a la vida, por decirlo de algún modo, volví transformada. La vida era otra cosa.
Nadie más que yo era madre.
La vida de siempre se fue tranformando en una doble vida entre mi yo madre y mi yo mujer en el mundo...
Hasta ahora... que mis hijos ya son grandes y los bebés siguen naciendo.
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